¿Por qué el sexo oral puede satisfacernos de formas que la penetración no puede?

A medida que crecemos, aprendemos que nuestro cuerpo es sólo nuestro, y que nadie más que nosotros puede tocarlo. Luego crecemos un poco más y deseamos que alguien además de nosotros nos toque: la cultura machista, los valores religiosos y el deseo batallan en nuestro interior y eventualmente entramos al terreno de la vida sexualmente activa. Pero aunque la penetración vaginal o anal puede ser tremendamente placentera, tal vez la verdadera intimidad pueda experimentarse solamente en el sexo oral.

Estuve leyendo el blog Philosopher’s mail, donde se nos propone una pequeña filosofía del sexo oral. Los autores del texto nos dicen que algo que podría ser sucio y desagradable con una persona puede ser placentero con otra, con la “persona correcta.” Pensemos, por ejemplo, en compartir un helado. ¿Compartirías tu helado con un hombre o una mujer random que se sienta junto a ti en el autobús? ¿Permitirías que él o ella chupara tu helado? Esta pregunta (que transparenta un doble sentido, claro) muestra a las claras que lo que nos excita con una persona puede asquearnos con otra.

Ese es el asunto con el sexo oral. Incluso existen personas que no admiten que les practiquen sexo oral en relaciones casuales: les parece demasiado íntimo. Después de todo, el sexo oral implica que el rostro de otra persona contemple la parte más oculta, más vulnerable de tu cuerpo, la que te han enseñado a ocultar desde siempre. Se trata de un acto de entrega, por el lado de quien recibe, y de aceptación, por quien ofrece.

“Podemos presionar nuestras bocas, el aspecto más público y respetable de nuestro rostro, el asiento del lenguaje y el discurso, ávidamente en las partes más contaminadas del otro”, diluyendo mediante el sexo oral la dicotomía entre limpio y sucio, entre público y privado, “y por lo tanto, simbolizando una aprobación psicológica total.”

En cierto sentido, el placer del sexo oral no es solamente la gratificación fisiológica que recibimos, sino la aceptación que obtenemos de entregarnos a la contemplación y celebración del otro, “al fin de la soledad.”

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