Mark Twain. Cartas de amor

Mi querida, queridísima Livy:

Cuando anoche me encontraba a gusto en el vagón (Dan acaba de volver de desayunar y estoy viendo que dentro de cinco minutos va a regresar y me va a interrumpir)… Cuando anoche me encontraba a gusto en el vagón, me dije a mí mismo: “Ahora no importa lo que los demás puedan pensar, yo creo que soy el más dichoso de todos los hombres de la tierra, he conocido la felicidad suprema durante dos días enteros y ahora debería estar preparado y dispuesto a prestar un poco de atención a algunas obligaciones ineludibles, y hacerlo con buen ánimo”. Por lo tanto, decidí preparar esta conferencia tranquilamente, sin apuntes, y así grabarla en mi memoria y en mi entendimiento para no rendirme en el futuro, como pensé que había ocurrido en Elmira. Pero no había calculado el precio de un propósito como éste. Nunca antes una conferencia había estado tan llena de paréntesis. Era Livy, Livy, Livy, Livy, de un extremo a otro. Había una frase del Vándalo por cada diez frases sobre ti. ¡La insignificante conferencia estaba oculta, perdida, abrumada y sepultada bajo un universo sin límites de Livy! Lamenté no haber tomado jamás una decisión tan temeraria por temor a que fuese imposible lograrlo. Sin embargo, habiéndolo hecho, debía seguirla hasta terminar, y eso hice. Pero era bastante tarde esa noche. Luego, con la conciencia limpia, recé, y con buen corazón… pero fue sólo cuando recé por ti cuando la inspiración tocó mi lengua. Seguro que te reirás imaginándome a mí, rezando por ti; yo, que siempre he necesitado las oraciones de todos mis buenos amigos, rezando por ti, quien seguramente no necesita las oraciones de nadie. Pero no importa, Livy, la oración fue honesta y sincera; por lo menos fue eso, y sé que fue escuchada.

Dormí bien, y al despertar tú fuiste, por supuesto, mi primer pensamiento, y lamenté mucho no verte en el desayuno. Espero y confío en que tú también hayas dormido bien, porque la última vez que te vi, cariño, estabas tranquila y en paz. Necesitabas descansar y lo sigues necesitando, pues últimamente has estado muy tensa y agobiada por pensamientos conflictivos. Podía verlo, querida, aunque intenté con todas mis fuerzas pensar que mi ansiedad estaba engañando a mis ojos. Así que, por un momento, aleja de ti todas las reflexiones confusas, todas las dudas y los miedos, Livy, porque temo, temo, temo que me digan que enfermas. Ni aún restándote un poco de tu fuerza podrías enfermar, pero debes recordar que incluso a la naturaleza más robusta le costaría resistir frente al asedio de días y noches sin dormir y sin comer como el que acabas de sufrir. No te estoy hablando como si fueras una niña pequeña y débil, pues, al contrario, eres una mujer decidida, valiente, sin tonterías ni infantilismos. Lo que estoy intentando evitar es que tengas pensamientos y presentimientos que te inquieten. Estos pensamientos deben aparecer, pues son naturales para las personas que tienen cerebro, sentimientos y una apreciación justa de las responsabilidades que Dios les ha dado; así que tú debes tenerlos… Pero como dije antes, mi queridísima Livy, modéralos, modéralos; tú tienes que ser la dueña y no ellos. Tienes que estar alegre, siempre alegre, para ello puedes pensar con más serenidad, con más calma y rectamente. Dejo mi suerte, mis alegrías y mis penas, mi vida, en tus manos y a tu merced, con una confianza, con una certidumbre y con una permanente sensación de seguridad, que nada puede debilitar. No tengo miedos; ninguno. Creo en ti, del mismo modo en que creo en el Salvador en cuyas manos están nuestros destinos. Tengo fe en ti, una fe tan pura e incondicional como la fe de un devoto hacia el ídolo al que adora. Porque sé que, llegado el momento, tus dudas y tus preocupaciones desaparecerán, y entonces me entregarás todo tu corazón y ya no desearé ninguna otra cosa en la tierra. Valoro ese día más que cualquier regalo terrenal, más aún que tu preciado amor, lo disfrutaré, satisfecho y feliz. No me siento agobiado; estoy agradecido, agradecido, indescriptiblemente agradecido por el amor que ya me has dado. Me has coronado, me has elevado al trono, me has dado un cetro. Me siento con los Reyes.

¡Cuánto, cuánto, cuánto te quiero, Livy! Todo mi ser está impregnado, renovado, fermentado con este amor y cada vez que respiro, su noble influencia me convierte en un hombre mejor. Y entonces seré digno de tu inestimable amor, Livy. Éste es el feliz cometido de mi vida, la ambición más pura y la más sublime que he conocido jamás; y nunca, nunca me desviaré del camino marcado para mí, mientras la meta y tú estéis ante mí. Livy, no podría decirles a tu padre y a tu madre lo mucho que les quiero, y lo cruel que me pareció llegar al abrigo de su confiada y generosa hospitalidad, e intentar robarles el sol de su firmamento doméstico y privar a su hogar celestial de su ángel. No podría decirles en qué gran medida (y aun así esto es muy poco en comparación con la realidad) he valorado y sigo valorando la enorme bendición que me han concedido. No podría expresar lo muy agradecido que he estado, lo mucho que les he querido por pararse a escuchar mis súplicas cuando podrían haberme reprochado mi traición y haberme echado, desgracia bien merecida. Llamo a estas cosas por su nombre, Livy, porque sé que debería haber hablado con ellos mucho antes de haberlo hecho contigo; y aun así, mi propósito no era para nada recriminable, no había nada intencionada ni deliberadamente turbio o deshonroso, podría afirmarlo en el tribunal supremo del Paraíso. Tú sabes que desdeñaría hacer algo vergonzoso; tú lo sabes y lo mantendrás, pues hasta ahora ningún amigo me había defendido con más fidelidad y valentía que tú, tú, ¡tú, Perfección! ¡Ah! ¡Qué “ingenuo” soy, y cuánto me gusta ser tan “ingenuo”! No podría contarles estas cosas, Livy, pero si fuera necesario, sé que tú sí podrías. Es más, siempre podrías decir, con toda confianza, que me he movido por los “recovecos” del mundo, he atravesado sus ramificaciones de punta a punta, lo he registrado, lo he explorado, lo he mirado con lupa, y lo conozco, en profundidad y de un extremo al otro; sus locuras, sus engaños, sus vanidades; todo por experiencia personal y no por elegantes teorías sacadas de bonitos libros de moral en lujosos salones donde la tentación nunca se presenta y es fácil ser bueno, mantener el corazón cálido y los mejores impulsos frescos, fuertes e impolutos. Y ahora sé cómo ser un hombre mejor y el valor que eso tiene, y cuando digo que lo seré, ¡es lo mismo que jurarlo! ¡Ahora!

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